LE ENCONTRÉ EN LA ESTACIÓN DE ATOCHA


Todos los trenes paraban a la vez, bajo la bandera que ondeaba y se terminaba bajando después de haber escuchado los chirridos de los frenos. Descansaban bajo las vías férreas aquellos vagones a veces, inservibles, sucios y ruines en los que, siempre se hacinaban varios cuerpos tirados en el suelo durmiendo encima de sacos y mantas,  mezclados al lado de melenudos que tocaban las guitarras durante horas en los viajes largos a través de la península.
Decían que era bastante fácil meterse de incógnito y pasar desapercibido en aquellos trenes, sobre todo, en el que iba desde la frontera con nuestro vecino, desde Hendaya, hasta la capital madrileña en la que Chamartín, ilustre y moderna estación era una parada más del recorrido largo y variado en contrastes; pero sin duda, nuestra querida Atocha se llevaba la “palma” para apear a gran parte del “ganado” estrafalario que viajaba de estraperlo y a escondidas entre los pasillos huidizos de la culebra que serpenteaba las paradas de nordeste al centro del país. Qué palabras tan rebuscadas estoy escribiendo – me decía a mí mismo cuando relataba mis andanzas por las visiones de mi amado ferrocarril. Siempre me ha gustado escribir todo cuanto veía en el tren y en sus estaciones; describía hasta el último adiós de los enamorados y el penúltimo beso a través de los cristales de doble capa; logré detallar a la perfección una despedida que, un poco más, y no saliamos por lo excitante de aquel adiós entre dos viejecitos que llevaban juntos media vida por no decirla entera y, por primera vez, se separaban en un andén frío en pleno invierno.
No quería perderme ni un solo movimiento ni un solo gesto entre los que venían a despedir a sus seres queridos y entre los que huían a un nuevo mundo, distinto e incluso, nuevo y aterrador para muchos. El miedo a cruzar a un sitio diferente al habitual que conocemos y no saber qué ocurrirá al verse solos en medio del tumulto es angustioso para los fóbicos a lo novedoso. Me habían contratado para escribir relatos de viajes o mejor dicho, debo explicarlo mejor, una serie de artículos consecutivos en los que se plasmara todo tipo de sentimientos y sensaciones a la hora de partir hacia otro lugar, despedir a alguien especial o por el contrario, ir a buscarlo y recibirlo como Dios manda. Querían que a lo largo de un año por el que había firmado con esa famosa editorial dedicada casi exclusivamente a los viajes escribiera numeros artículos para la revista que acababa de empezar, apenas hacía dos meses. Se suponía que debía dedicar gran parte de la investigación a describir las respuestas fisiológicas, conductuales y comportamentales de los sujetos, obviamente todos anónimos, ante la ausencia de un ser querido, ante su pérdida por un período de tiempo x o, por el contrario, ante la recibimiento de alguien en persona que de alguna forma, les importaba. Me había puesto como objetivo observar, describir y cuantificar un conjunto de comportamientos típicos de los que dejaban a los suyos y se dirigían hacia alguna parte sin dejar de mirar atrás.
Las estaciones, tanto de ferrocarriles como de autobuses dicen que, son lugares muy peculiares para llegar a describir con bastante detalle y casi a la perfección las pautas de comportamiento humano ante una despedida o una bienvenida de los seres queridos; en ellas se pueden encontrar situaciones muy peculiares y a veces, muy tiernas y sensibles. Por el contrario, también se pueden pero en minoría por supuesto, captar situaciones contrarias y hasta contrapuestas a las primeras.  
Quién sabe si aquel trabajo que iba a desempeñar como uno más de mis múltiples jobbies iba a ser una experiencia tan impactante para mi persona que me marcase para toda la vida sin imaginarlo de antemano ni tan siquiera planteármelo antes de aceptarlo, que fuera un acicate en mi vida tan poderoso que sin él, no hubiese vivido de la misma forma ni hubiese tenido los mismos sentimientos ya que no me hubiera dado cuenta de la importancia que tiene la sensibilidad y la ternura en el género humano. En un principio, para mí era eso, únicamente un trabajo más, un rato de entretenimiento y un tremendo placer pasarme horas escribiendo ya que, a decir verdad, era unos de los grandes deseos que siempre había tenido en la vida y al que no me importaba dedicar el tiempo que hiciera falta; y encima, me serviría para sacar un dinerillo extra y comprarme algún capricho que no pudiera hacerlo con el sueldo de la consulta por las tardes.
En un principio, me planteé la investigación a realizar, si es que se podía llamar así, “investigación  en las estaciones de Atocha o Chamartín; eran muy céntricas y accesibles para mí, lógicamente más la de Atocha por cercanía a dicha estación. Desde la buhardilla de mi humilde casa, en la calle de Alfonso XII divisaba las cercanías y la entrada principal de Atocha, su enorme reloj y si cogía unos prismáticos, podía ver perfectamente hasta la parada de taxis en donde, diariamente ocurrían situaciones curiosas y a veces, dignas de risa. En las horas de descanso y asueto a veces me convertía en un gran curioso, un bohemio empedernido al que no le importaba pasar muchos momentos del día y a veces, de la noche observando y mirando, con mi mirada clavada en el infinito como si conmigo no fuera la vida ni me afectara nada de lo que sucedía a mi alrededor y, sin embargo, era todo lo contrario.
La editorial me daría una suma importante de dinero a cambio de varios capítulos en la revista principal de la empresa; en semanas sucesivas, en las que como mínimo tendría que salir un sinfín de situaciones diferentes desarrolladas en las estaciones de tren o en las cercanías, siempre relacionadas con ésta, en las cuales, las emociones se definieran por sí solas de forma clara y concisa. En varios meses el conjunto de emociones pasaría por todo un conjunto de tonos y colores; una amalgama de experiencias ricas y variadas donde los sentimientos se desataran, se plasmaran y provocaran diversas expresiones en forma de emociones.
Era un reto importante, muy interesante tal vez para un psicólogo bohemio como era yo. Además, el trabajo me lo ofreció un Catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, amigo mío desde siempre, por lo decirlo así, desde que nos hicimos buenos amigos cuando empecé a estudiar allí la carrera y después aceptó de forma natural, dirigirme la tesis doctoral; él sabía que estaban buscando una persona con experiencia en el campo de la psicología emocional y me llamó una noche, me lo comentó por si me interesara y mi respuesta fue de rápida y contundente aceptación a la primera, no tuvo que insistir.
No sabían cómo encontrar un experto, un auténtico escritor capaz de describir todo tipo de respuestas, ante un tipo de conducta determinada y muy concreta: una ausencia o por el contrario, un recibimiento y por tanto, una inclusión de un nuevo miembro en el entorno social y familiar de cada uno.
Pero, la verdad he de decir que en un principio, me lo planteé como un reto, quería ser minucioso y exhaustivo en aquel trabajo, deseaba estar “a la altura” de lo que la editorial de viajes me había encomendado; ellos confiaban en mí y únicamente me habían pedido varios artículos en la revista a lo largo de ese año, uno semanal a ser posible, inédito, fresco y actual; la novedad y el realismo eran primordiales a la hora a las descripciones detalladas en las cuales, el máximo de folios era de diez, incluyendo fotografías e imágenes.
¿Por dónde iba a comenzar? Dentro de una semana saldría a la luz mi primer artículo sobre las emociones y los sentimientos que se perciben entre los seres humanos que acuden a una estación. – Apasionante y conmovedor – me decía a mí mismo sin saber muy bien qué iba a escribir, cómo y de qué manera trascribiría la información de todo cuanto veía.
Aquella mañana soleada pero fría, tremendamente fría del crudo invierno de la capital, amanecía distinta. Una tormenta de ruidos y estrépitos tembló sobre mí cuando me dirigía a entrar en la estación de Atocha; atravesé la puerta principal por la planta superior, después de tomarme un chocolate caliente con unos deliciosos churros en el puesto de la esquina y me precipité al abismo del gentío que, delante de mí se agolpaba en la entrada, camino de la pasarela mecánica para bajar a la diferentes plantas. No comprendía muy bien qué es lo que pasaba, tanto barullo y expectación con cámaras y sobresaltos…Decían, según oí a un señor vestido de negro, venía “un pez gordo” de alguna parte del planeta y la escolta que le protegía era tal que el tumulto de gente agolpada junto con las cámaras de televisión y vídeo ocultaban la verdadera imagen del personaje en cuestión. Acceder a él era prácticamente imposible e inaccesible, el cinturón de seguridad era algo complicado para saltárselo e intentar captar nada de nada.
Según bajaba hacia la planta baja para acercarme a la cafetería y tomarme un café, quizá sentado en una mesa de aquel espacio abierto en donde era muy fácil percatarse de un sinfín de conductas a investigar, me llamó la atención un niño pequeño que corría incesantemente, iba y volvía de nuevo hacia la mesa de sus padres. Su inquietud debido en parte a lo pequeño que era, unos tres o cuatro años no más, le hizo pararse definitivamente y por bastante tiempo en el estanque pausado que hay al lado de la cafetería exterior, en mitad de la planta, y despliega un ambiente fresco y tranquilo a cualquiera que pasea por la estación de Atocha y va por los pasillos en busca de un aperitivo o café antes de coger su tren. El niño se paró de repente, miró a la multitud de tortugas que lo poblaban y se mezclaban de forma armónica entre la inmensidad de los nenúfares y se posaban encima de las aguas transparentes. Las miró y señaló una de ellas; nadie le hizo caso pero, sin embargo, yo no lo perdí de vista.
Volvió asustado a la mesa donde hablaba sin parar su familia pero nadie se percató de su nerviosismo totalmente fundado. Decía palabras confusas, no se le entendía mucho lo que quería decir. – Carlos – tómate el vaso de leche y estáte quieto ya, hijo. – le dijo su madre mientras su padre con la mirada clavada y seria le sentó en un segundo en la silla.
La florista de la esquina pasó y le vio la cara de susto, se acercó a él y le regaló por ser tan pequeño y bonito, un clavel rojo. Se lo puso en la chaqueta roja que llevaba y le sonrió con dulzura. Él le dijo al oído gracias y se puso rojo pero, enseguida la cogió de la mano y la llevó al estanque. Allí, debajo de los nenúfares, enredado entre ramas y palos, yacía un hombre con media cara visible. Su cuerpo esquelético medio flotaba en las aguas medio se giraba y daba la vuelta pero, tanto verde por medio mezclado con flores y un sinfín de tortugas, obstaculizaba bien su silueta. Fango y tierra se apelmazaban a su lado.
La mujer gritó e hizo aspavientos, su asombro era tal que la agitación con la que alarmó al gentío que paseaba por allí, consiguió que rápidamente fueran a hacerle “corro”. Los padres de Carlos corrieron hacia él y le cogieron rápidamente en brazos; la alarma social provocó el pánico según se agolparon y comprobaron cómo la policia científica en cuestión de pocos minutos, acordonó la zona hasta que, finalmente sacaron del agua aquel cadáver de por lo menos, treinta años que, según dijeron, llevaba muerto por lo menos,  tres o cuatro horas.
El suceso impactó a todos los que pasaban por la zona y albergó a numerosos curiosos; no estaba permitido tomar fotografías y obviamente la zona esta acordonada por la policia. Rápidamente, como por embrujo de magia, la estación de Atocha volvió a la normalidad. Los trenes salían a la hora sin cancelaciones ni demoras, los camareros servían a los clientes como si nada hubiera sucedido, el estanque gozaba de sus ondas sigilosas y remanso de paz; en fin, por un momento creí que había sido un sueño o mejor dicho, una auténtica pesadilla. Mi mente seguía puesta en ese hombre que sacaron del agua, era como un tormento del cual no podía escapar. Decidí seguir mi rumbo, mi objetivo de observar, anotar y describir pero aquel día fue en vano. No lograba centrar mi atención en nada de lo que sucedía a mi alrededor, era un ser ausente de la realidad. En fin, dejé de plantearme nada y me fui a mi casa.
Encendí la tele, me tumbé en el sofá y poco a poco, cerré  los ojos y me quedé dormido. En mi sueños vi algo súbito que me causó sudores y la zozobra me invadió por todo el cuerpo. Sin saber exactamente qué hora era y cuánto tiempo había estado durmiendo, me desperté agitado, mi cuerpo desprendía sudor por todas partes y tenía sed.
Rápidamente, de un brinco me levanté y fui a beber un litro de agua fría que cogí del frigorífico, mi garganta estaba seca. El frescor del agua me refrescó también la mente; me acerqué al mirador y vi de nuevo la estación de tren. Aquella tarde me quedé mirando por aquel ventanal abuhardillado sin parar, sentado frente a la ventana con una cajetilla de cigarillos viendo el atardecer delicioso que acontecía. Los azules, añiles y rosáceos dejaban paso al oscuro de la noche plomiza y el cielo despuntaba las primeras estrellas. Me puse romántico y sensible y escribí un poco para calmar mi sed y desasosiego.
Al caer la noche me tracé un plan para mi investigación ya que,  no conseguía de momento, empezar con buen pie. Cogí un cuaderno nuevo, me planteé unos nuevos objetivos y unas metas a conseguir y diseñé un cuadro de conductas observables para poder medirlas y cuantificarlas. Cada sentimiento o emoción provoca a lo largo del día un estado emocional en función de lo que nos sucede y de los estímulos que a nuestro alrededor, percibimos de forma consciente o inconsciente. Muchas veces no somos consciente del nivel emocional causado pero aún así, es lógico – me dije según escribía en mi block de notas – la máxima expresión de éstas son los gestos y las actitudes. Las emociones las defino como percepciones y reacciones ante los hechos ocurridos en el entorno del ser humano y, sin embargo, - me dije – los sentimientos están en cierto modo, influenciados por los recuerdos trae a cada persona. Por lo tanto, nos podemos encontrar funciones fisiológicas, biológicas y cognitivas.
Es un buen comienzo – me dije a mí mismo pero, como observador único y ajeno totalment a las personas en las cuales de algún modo voy a fijarme sin pasar desapercibido por ellas, va a ser un proceso un poco complicado a la hora de cuantificar y evaluar de algún modo, este tipo de variables. En fin, al menos, lo intentaré; me pondré un plazo de dos ó tres días para observar las primeras conductas y a partir de ahí, desarrollar de la mejor manera posible, un artículo que impresione absolutamente a los lectores de la revista La Viajera que, es así como se denominaba desde hace escasamente tres meses.
Tranquilamente respiré hondo, miré al cielo estrellado y vi como salía todavía, aunque poca, por las puertas giratorias de la estación. Ya era muy tarde, quizá las doce o la una de la mañana y Atocha comenzaba a relajarse; los barrenderos hacían su último turno y las calles empezaban a bañarse por las aguas que vertía el camión que, diariamente limpiaba la calzada de las calles. Las luces eran más ténues y la tranquilidad que se respiraba en el ambiente era cada vez mayor. Entraba un frescor por la ventana agradable, incitaba a la relajación y al sueño. Aquella noche dormí mucho mejor, quizá por tener algo entre manos más perfilado y detallado, un plan ahora a conseguir en breve espacio de tiempo y unas metas más concretas.
El lunes comenzó a las seis de la mañana cuando el despertador sonó y me avisó que ya era hora de trabajar. Ese día debía ir por la tarde a mi consulta y tratar dos casos complicados, uno de depresión y otro de insonmio, infantiles en ambos casos. Por lo tanto, no podía perder mucho tiempo, un desayuno continental rápido en casa, como todas las mañanas o casi todas y salir rápidamente a encontrarme con la estación ante mis ojos. ¿Qué sucedería aquel día digno de escribir en mi curiosa investigación?
Me acerqué despacito a la estación; avancé con sigilo por la calle, todavía bastante solitaria, debido en parte a la hora tan intempestiva que era. Según iba cruzando los semáforos que me separaban desde la puerta de mi casa hasta la señorial e ilustra Atocha me ilusionaba con pensar tan sólo en las ganas que ya, de antemano tenía por avanzar o mejor dicho, iniciar mi investigación. Me adentré rápidamente por las escaleras mecánicas y bajé a tomar aire fresco en el estanque; aún estaba solitario, los cafés prácticamente estaban abriendo en ese momento y los primeros viajeros de la mañana se disponían a matar el tiempo que les quedaba viendo los primeros periódicos del día y acercándose a la barra de la cafetería a saborear, mientras leían las noticias, del delicioso sabor y su consiguiente aroma a café recién hecho.
Paseé por toda la estación, miré las tiendas cerradas y comprobé la hora de apertura de cada una de ellas; dirigí mi mirada hacia cualquier sitio que me incitara el pararla y fijarla en un momento dado. No encontré algo realmente sorprendente que me llamara la atención; seguí paseando y deambulando por el inicio de los andenes y el frío de la mañana gélida y misteriosa invadió mi ser. Me quedé pasmado cuando comprobé que un chaval de unos quince o dieciséis años estaba durmiendo en el suelo, acurrucado en una manta. Me dio pena, me acerqué a él y me le quedé mirando fijamente. Comprobé su cara pálida y su juventud agrietada por los avatares de la vida; dormía a pesar del frío de aquel suelo de mármol. Sin embargo, denotaba paz y tranquilidad, descansaba tal vez de un día ajetreado por encontrar un trabajo y cobijo dónde dormir. Su pulso y respiración parecían lentos. Supose que no era ni la primera ni la segunda noche que dormía en una estación, en un suelo frío y desapacible, estaba acostumbrado quizás, a ese tipo de vida desde quién sabe el tiempo…
Recordé una vieja canción de cuando mi padre era niño y me la canturreaba al oído cuando yo no me podía dormir, que se titulaba, El recorrido y, la forma en que a la misma edad tal vez de diez años que tendría él cuando se la enseñaron los curas en el colegio, impactó del mismo modo que la cara de ese chico. ¿Qué viaje, qué recorrido, qué avatares y circustancias ha tenido ese chico para llegar tan joven a estar tirado por el suelo en aquel lugar de tránsito? Tal vez, me vino a la memoria la manera o la forma en que les enseñaban hace muchos años, en los colegios religiosos los curas; los Padres Escolapios dictaban las normas y pautas para llevar una vida digna, respetable y enfocada directamente al bien común y a Dios. Eran rígidos en sus teorías o mejor dicho, según me dijo mi padre el tiempo que vivió a mi lado, en las enseñanzas de la doctrina cristiana que incidía directamente en el respeto del ser humano, en la valía y orgullo del hombre como tal ante los demás.   
Aquellos años de mi infancia cuando me relataban historias mis mayores acerca de su vida y de cómo la vivvieron en los años difíciles de la guerra y la posguerra vinieron a mi memoria; pasaron de repente en un suspiro por mi cabeza y recordé hechos muy significativos de mi existencia. Pero, de repente me percaté de un semblante que me miraba desde lejos, fijamente un señor bien vestido, elegante y correcto en sus ademanes, me observaba con atención desde un rincón de la estación. A través de sus gafas medio caídas miraba cualquier gesto que yo hiciera. Era mayor, pelo canoso y escrupulosamente bien vestido con un traje de rayas finas, gris perla. Un periódico le tapaba la cara y de cuando en cuando, sus ojos me perseguían por los pasillos, aquel día, fríos y misteriosos, desoladores tal vez por la hora temprana. ¿Un policia tal vez o alguien que sí me conocía y yo no recordaba? En fin, le miré y le vi tan mayor que no me preocupó en exceso aquellas miradas penetrantes.  Seguí avanzando y me fui a los lavabos; al salir le encontré esperándome y mirándome fijamente. Por un momento, me dio pavor aquella mirada helada, su cara pálida y blanquecina, su rostro aviejado y oculto tras los periódicos que de vez en cuando, le tapaban según se movía.
Se presentó y me saludó de una forma cordial. Al principio, no le recordé pero, rápidamente visualicé de cerca su cara, sus arrugas, su forma de expresarse pausada y relajada. Le conocí curiosamente en un viaje que hice en tren a Valladolid hace escasamente un año; él me recordaba como un hombre que en su día, le di conversación y le expliqué un poco de mi vida, de mis pacientes totalmente anónimos como si se trataran de personajes de una novela y le robé parte de sus pensamientos por el escaso período de tiempo de un viaje de dos horas y media. A lo largo de él, quedó fascinado – según me dijo – por la naturalidad y expresividad con la que le hablaba y me dirigía hacia él. Recuerdo que sí me dio su número de teléfono pero yo como soy tan despistado a veces, lo perdí aquel mismo día. Quería entablar de nuevo conservación conmigo, iba a coger el AVE hacia Sevilla a las siete de la mañana y todavía le quedaba un buen rato para subir a él, ir de visita a esa ciudad alegre y colorista – como él decía y hablaba de ella. Su viaje, según me contó tomando un café conmigo era únicamente de placer, por el mero gusto de visitar la capital hispalense de nuevo y saborear los colores dorados y amarillos, rojos y anaranjados de la ciudad del amor y la alegría.
Realmente era un tipo muy peculiar, un hombre viudo, sin hijos que disfrutaba de los placeres de la vida y de los viajes, de los cambios continuos de una ciudad a otra. Tenía dinero y suficientes rentas de sus propiedades para vivir holgadamente y llevar una vida agradable y placentera. Pero, la soledad le invadía aunque él no lo reconocía o no quería darse cuenta. Le gustaba ir a las exposiciones y a cualquier tipo de visita cultural y artística que, en cierto modo, supusiera ocio y diversión para el género humano.
Desde Santa Justa cogería un taxi hasta un gran hotel, de cinco estrellas y céntrico como me dijo – el Barceló Renacimiento - y permanecería allí todo el tiempo que quisiera, hasta que se cansase y volviese de nuevo a la capital. Debido a su estratégica situación podría acceder en pocos minutos al casco histórico y al centro de la ciudad sin problemas. Tenía según apuntó, unas maravillosas vistas al río Guadalquivir y los tres edificios del hotel estaban rodeados por lujosos jardines. Me preguntó por mi trabajo, por mi consulta y le comenté a grandes rasgos, mi vida, llena de actividades para no variar. La diferencia de edad era notable, las ocupaciones de cada uno y hasta la forma de enfocar y ver la vida.
Le despedí después de una grata conversación, fui hasta el andén del tren, el número 14 y allí mismo, me volvió a dar la mano y un adiós. Andaba con dificultad y una azafata del AVE gentilmente y sin pedírselo accedió a llevarle la maleta y a conducirle hasta su plaza. Iba en preferente, con tipo de comodidades pero aún así, en sus ojos no había vida ni color; sin embargo, él iba en busca precisamente de eso, de lo que realmente carecía su vida.
Un revisor se montó también después que él al vagón y cerró la puerta. El tren salió a la hora en punto, a la hora prevista y dejo un halo de misterio, un vacio fantasmagórico en aquella vía solitaria en donde el frío calaba por el asfalto y la piedra de ella. Me quedé mirando y en la lejanía me pareció ver una silueta conocida que no acertaba a ponerle de momento, nombre y apellidos. Conforme avancé a través de la luz ténue que rodeaba el ambiente y daba un matiz misterioso y profundo a la transitada estación de ferrocarril casi todo el día me encontré de frente con un espectro luminoso, un “alguien” envejecido completamente por los años sin saber a quién me recordaba o quién era. Misteriosamente y con sigilo, suspicaz por la tremenda sitiuación de reencuentro se abalanzó sobre mí. ¿Quién era aquel individuo? Su cara estaba claro que buscaba encontrarse con otra pero, tal vez, se había equivocado y los años le habían jugado una mala pasada. Me llamó directamente por mi nombre, me abrazó y se fundió en un sollozo. ¿Quién era? Ni la más remota idea – me dije, absorto en lo que estaba sucediendo.
De repente, un desconocido me abraza, me besa y llora de alegría o tal vez, de pena y añoranza, no sé pero… ¿Quién creería él que era yo? ¿Me conocía o me confundiría con alguién parecido a mí? Acertó totalmente en mi nombre, ya solo faltaba acertar también mis dos apellidos. Curiosamente y sin saber por qué lo hacía, le cogí sus agrietadas manos y le ayudé a sentarse en un asiento de la sala de espera de los trenes AVE, Altaria, etc. Allí le tranquilicé y le pregunté quién era él. Me contestó que mi padre. Yo me quedé helada, los sudores fríos de repente me caían sin cesar por la frente y le miré más detenidamente. No podía ser, mi padre murió según nos dijeron, en un accidente aéreo hace muchos años en una ruta que iba a La India, eso era un imposible, no podía ser, prácticamente no se salvó nadie; de eso, por lo menos han pasado cerca de treinta años, yo tenía unos quince cuando ocurrió el fatal accidente. Mi padre iba en viaje de negocios a Bombay con tal mala suerte que ese día cuando atravesaban el Mar Arábigo, el avión encontró una fuerte tormenta tropical y fue imposible maniobrar y conseguir un aterrizaje forzoso. La tripulación y todos los pasajeros cayeron al mar sin encontrar prácticamente supervivientes. Nunca más se supo de él; nos dijeron que no le encontraron en el mar como a tantas personas. Al cabo de unos meses se le dio por desaparecido o mejor dicho, fallecido.
No me lo podía creer, su cara había sufrido quemaduras y tenía deformidades en el cuerpo; era imposible considerar que era un muerto, un ser desaparecido de la vida hace tantos años. Me entraron escalofríos y sudores, sentí una sensación de impotencia ante ese Dios que nos eleva al cielo y exahalé palabras escabrosas, dignas de ocultarse.
En silencio y poco a poco, recobró el color de la cara, de la piel, se relajó y le sequé las lágrimas. Fue hablando de su historia al tiempo que yo no daba crédito a lo que oía. Me relató los años que vivió a su lado como si los estuviera viendo pasar delante y, durante horas me contó lo que fue de él durante tantos años desterrado en otro país y dado por muerto en el suyo. Cayó al mar y alguien salvó su vida en las cercanías de las aguas batidas cerca de Bombay. Una joven hindú, le salvó; lavó sus heridas y le cuidó a pesar de sus días múltiples días inconsciente. No se apartó de su lado, de su lecho, que en muchas ocasiones fue prácticamente lecho de muerte. Quedó inútil para caminar y andar durante mucho tiempo y ella con paciencia y sabiduría, le cuidó y le quiso. Al principio, él quiso volver a España, llamar al menos y dar noticias pero después de tiempo, se olvidó del pasado y comenzó una nueva vida en las calles de esa peculiar ciudad. Desde aquel momento, desde que supe que era mi padre, la investigación la dejé totalmente y comenzamos juntos una nueva vida para siempre.













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