ÁFRICA DE NUEVO

 
           


         Vestida con un traje de seda color blanco, largo hasta los tobillos, mantenía su compostura como una perfecta anfitriona en la velada ofrecida a aquellos dos caballeros. Contaba un cuento tras otro al calor de la chimenea  aunque aquella noche no fuera excesivamente fría pero sí incitaba a la magia y a la relajación a través de las palabras. El color de las llamas se mezclaba con las palabras cautivadoras de aquella excelente mujer que, con su elegancia y exactitud en el lenguaje culto y refinado, impresionaba a sus oyentes absortos y completamente embebidos en las historias que narraba.
             Su modo de mirar y de expresarse ante los demás con aquella mirada tan profunda y misteriosa, le daba un toque mágico a las leyendas, a los cuentos y a las diversas narraciones en las que, poco a poco adentraba a sus invitados en la vida de África, en sus costumbres, en sus raíces.  Un cúmulo de sensaciones y deseos se iban albergando en los pensamientos del escaso pero, exquisito público que aquella poderosa dama tenía. A través de sus líricas, sonoras y dulces palabras los dos hombres atentos a ellas se inmiscuían en los paisajes ocres y amarillos de la sabana africana, en la vieja granja que tenía a los pies de las colinas aquella mujer, en los sonidos continuos que en la selva se escuchaban. Era muy fácil adentrarse en ese mundo en el cual desde hacía unos años vivía y compartía con aquellas gentes que a su manera, la enseñaron a través de su vida sencilla a sentirse tremendamente feliz. En sus entretenidas historias siempre abandonaba sus gestos y expresiones a la deriva para olvidarse de su país natal y expresar su eterno deseo de vivir para siempre entre las gentes de color que llenaban su mente, entre aquellas tribus repletas de sabor a las que la tierra les daba sustento y mediante el que los dioses les ayudaban a creer en el hoy únicamente.
            Durante la velada tranquila y relajada, la cena la sirvieron dos masais perfectamente vestidos al estilo típicamente keniata; como entrante, unos langostinos pili pili, plato que trajeron  acompañado por una salsa compuesta por mantequilla, coco rallado, chiles rojos, zumo de lima, ajo, cilantro fresco y pimentón.
Destacó como plato fuerte o principal,  una especialidad keniata hecha a base de carne; kebabs de cabrito, salchichas de carne de ternera, picadillo de judías, y puré de plátanos al vapor, auténticos y deliciosos platos keniatas. Las salsas que acompañaban a estas carnes eran consistentes y muy picantes, abusando en ciertos momentos, de las especias,  es decir, una mezcla de platos árabes e indios.
Entre los múltiples gestos que la anfitriona desplegaba se deslizó una leve sonrisa hacia el horizonte al tiempo que, desplomó por un momento al más joven y atractivo de sus dos invitados; sonriente la miró y en un instante compartieron sus sonrisas siendo cómplices de aquellos paseos a caballo por la sabana, por aquellos atardeceres rosáceos y pálidos en los que los rostros y las voces de los nativos vibraban a lo lejos.




         El transcurso de la noche siguió como era esperado; unas copas, unos brindis por la generosa cuentacuentos a lo largo de tantas y tantas horas sin poner pega alguna ni reproche por el tiempo empleado. Ella llegó a envolver a esos dos hombres de tal forma que el afán por permanecer a su lado llegó a ser eterno al menos en uno de ellos que, aquella larga y deliciosa noche a los pies de la soñada África y de sus atardeceres románticos no dejó de mirarla ni un minuto. Sus ojos se clavaron en ella, penetraron en los pensamientos intimistas de la narradora; su mente quedó perpleja, metida en un mundo que él desconocía y al que abrió sus puertas para un futuro prometedor, casi fantástico y lleno de vida. Se preguntó por qué aquella extraña pero deliciosa dama le había influido tanto, por qué le había sumergido en aquellos parajes apasionantes del continente africano relleno de exóticos colores, sabores, texturas, y hasta sonidos extraordinariamente atractivos para su casi total, desconocimiento de aquellos lugares.
             Encendió una pipa de tabaco rubio comprado en la frontera sur de Kenia, cerca de una reserva natural de Tanzania; el olor que desprendía era especial, recordaba al tabaco inglés que se compra en Londres en cualquier tabaquería dentro del Covent Garden. Tal vez, en esa noche el olor de tabaco se mezcló con el olor a la leña, sedujo a que las historias se contaran de forma reposada y natural en donde las palabras salen solas, no se fuerzan y, las tramas de una historia con otra se entrelazan sin prácticamente existir cortes; se enterraron los maleficios de las costumbres de los nativos de Nairobi y las raíces de las diversas razas que formaban Kenia. Prácticamente en todas las historias que se narraron aquella noche, tuvieron un papel importante el café y el té, dos productos específicamente keniatas que vestían con sabiduría y un exquisito lenguaje todas esas hazañas que aquella maravillosa mujer explicaba.

            En silencio quedaron después de varias horas; los sirvientes perfectamente vestidos con guantes blancos y elegantemente ataviados con turbantes del mismo color recogieron la mesa sin mediar palabra. Se avecinaba una gran tormenta y acechaba un tremendo olor a tierra mojada; el aroma que penetraba por las ventanas invadía el ambiente. Pronto, llegaron las despedidas y los saludos cordiales; de repente, un paso al frente y un adiós fueron los últimos ademanes y expresiones que aquella extraordinaria mujer les brindaba con un cariñoso gesto de pie y mano.





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