"POR LOS CANALES TRANSCURRÍA LA PAZ"




            Sosiego y calma en las aguas del Puerto; los canales por los que discurría la Avenida de La Marina, rodeada de apartamentos y villas señoriales, estaban tranquilos y apenas transitaban personas a esas horas tempranas de la mañana. Los pájaros amenizaban con su trino y despertaban cautelosamente a los veraneantes la mayoría de ellos, españoles; los extranjeros eran los dueños de casi la totalidad de las grandes mansiones que albergaban la lujosa Urbanización de Sotogrande, al este de Cádiz limítrofe con la provincia de Málaga, cerca de Estepona. Sin duda alguna, el mejor despertar para cualquier habitante de la punta más recóndita de la península era el elegante viraje de las gaviotas sobrevolando los canales por donde reposaban aparcados, lujosos yates y motoras que hacían ya historia de ricos aposentados en alguna de las viviendas edificadas allí desde hace años; las aguas cristalinas de aquel lugar por los que discurría la vida eran símbolo de paz y sigilo, calma ocasionada por el ligero vaivén del agua que se mezclaba del río Guadiaro y del Mar Mediterráneo, casi unido al Atlántico. La selección española, la “roja” como todo el mundo llamaba jugando contra Paraguay. El interés y el gusanillo de la gente por saber quién ganaría el partido infundirían a lo largo del día un aire de nerviosismo en el ambiente.
            Mientras tanto, ese mismo día en el Puerto de Algeciras la policía y la Guardia Civil posiblemente se estuvieran preparando para una gran redada. Los “narcos” eran una diana importante ante la cual no quitar el ojo ni un solo momento. Un chivatazo desde Tánger había llegado la noche anterior; un correo intermediario que llegó en uno de los ferrys de la empresa Balearia a las 21.15 de la noche traía un mensaje de aviso. Curiosamente aquel transbordador iba semivacío quizás, en busca de servicio de espionaje y su correspondiente envío de chivatazo e intercambio de información. La policía aduanera ya sabía exactamente dónde y en qué barco debía buscar al intermediario, en este caso, una bella y atractiva mujer de complexión corpulenta y  atlética, con piel morena. En la custodiada aduana los gaditanos mezclados con los moros formaban una amalgama de hablas, religiones y culturas, en donde los déjes y las vestimentas de cada cual, los delataban perfectamente su lugar de origen. No se ocultaban las procedencias de cada cultura aunque muchos de ellos fueran bilingües o al menos se pasaban por serlo.

            La revista de Sotogrande se encontraba curiosamente en una de las papeleras de la aduana, a la cual tuvieron acceso ambos cuerpos, policía y guardia civil para desenmascarar las pistas del jeroglífico que tenían y debían investigar, pesquisas a adivinar que llegarían con esa extravagante mujer, ya se sabía desde hacía un mes que ese correo llegaría y daría un aliciente a la policía española para detener aquel tráfico de droga que se esperaba. En una determinada página, la número 7, de esa revista curiosa y atractiva únicamente ponía una hora, un número de móvil y un nombre, quizás del cabecilla máximo al cual detener e interrogar en caso de confirmar el aliño importante de coca proveniente de la ciudad africana. No sabían exactamente cuántos venían con él pero sí estaba casi confirmado que un pez gordo venía en ese barco, camuflado y posiblemente custodiado por otros marroquíes anónimos. El mundo del hampa se hacía sentir por el Puerto de Algeciras y todo estaba preparado para su captura y excarcelación.

            Empezaba a llover, las primeras gotas caían levemente por los canales de Sotogrande; un barquito azul y blanco despuntaba a lo lejos, con cuatro morenazos que lo cargaron a primera hora de la tarde. Desde la terraza de mi apartamento estaba situada  perfectamente para visualizar cualquier movimiento extraño o aparentemente normal que se hiciera en el puerto. Mi sillón de mimbre, acolchado por una mullida colchoneta blanca, un vodka con hielo y unos prismáticos por si hicieran falta, me acompañaron aquella tarde solitaria en el puerto. Desde aquel lugar privilegiado donde estaba me quedé mirando fijamente al barco más bonito que a mi parecer existía en los canales de La Marina, el Alejamar, un yatecito que se erigía y se caracterizaba por su esbeltez y elegancia, una belleza artística en aquel puertecito de encanto. Quieto, amarrado durante allí durante todo el año lucía un porte exquisito, blanco y azul con sillones blancos, una cubierta limpia y cómoda bajo la lona plastificada de color azul marino.

            Por un momento me pareció que, poco a poco y según transcurría la tarde, las aguas se volvían tornasoladas, envolvían un halo de misterio cuyas sombras me recordaban a los atardeceres bellos de Venecia; los canales y sus sombras eran un símbolo paralelo a aquellos vestigios de la antigüedad de la venerada ciudad italiana en donde han pasado desde escritores, pintores, arquitectos; la belleza desde siempre invadió Venecia con sus ocres y amarillos reflejados a la caída de la tarde como ahora, en este mismo momento veía desde mi balcón. Busqué respuestas a mis interrogantes y miedos más patentes en ese momento en esos calmados pasajes de agua, miré a la profundidad de sus aguas y vi reflejada en ellas, el libro Papeles de Agua de Antonio Gala. Recordé sus descripciones y cada una de sus palabras tan exquisitamente colocadas cada una en su sitio correcto, con ese lenguaje pulido y limpio, y poco a poco, fueron torpedeando mi mente.



            Mi familia se había marchado a la playa y la tranquilidad era total; no había ruidos de momento pero seguramente si seguía lloviendo en breve, los habría. La lluvia haría eco rápidamente de una entrada masiva de niños, un tropel de risas y peleas que rompería la armonía y silencio a veces por mí, deseado. Por supuesto, disfruté de mi tiempo libre, en silencio y no quité ojo a aquel barquito mientras el teléfono de mis compañeros de la aduana sonó; era inevitable, no podía estar ni un sólo día de vacaciones sin una llamada de mis colegas. – Sabemos que la mujer miente, en ese barco no viene nadie. Rápido, vente a Algeciras y ya te daremos dos o tres días más de vacaciones, debes interrogarla de nuevo tú. – Mi jefe colgó el teléfono sin más explicaciones.
           
            Mi vida era así, mi trabajo era intempestivo, fugaz, rápido, sin horas ni días, sin apenas tiempo libre para mi familia. Esperé a que llegase mi familia y les dejé durante aquella noche; me marché a mi trabajo como era lo acostumbrado cuando cogía dos o tres días libres y salía con ellos de Algeciras. Cogí la A7, dirección al Puerto. En veinte minutos estaba allí, frente a frente a aquella argelina impresionante en busca de una mentira por descuido para sacar cuatro o cinco verdades. Me miraba fijamente y ante cada pregunta que yo le hacía me miraba despectivamente y contestaba siempre lo mismo. Mi intérprete era un hombre fino y culto, esbelto y muy elegante; argelino-español bilingüe completo cuyo dominio de ambas lenguas era perfecto. Había estudiado en la Facultad de Traducción e Interpretación de Granada la carrera de cuatro años, era al mismo tiempo, Traductor jurado español-árabe y su exquisito conocimiento de ambas lenguas y culturas era excelente. Era rápido, conciso, no titubeaba y sabía descifrar gestos y movimientos faciales y corporales.
           


La mujer no mostraba excesivo interés por argumentar una mentira; afirmaba que vendría alguien en ese barco, a la hora esperada y dicha por ella la noche anterior, era el contacto que tenía y desde Argel le había confirmado un poderoso agente de la CIA que estaba en contacto con ella. Sabía de antemano que era considerable la mercancía que traía, muy valiosa desde luego. La coca estaba en estado puro, sin adulterar para ser vendida en el mismo puerto a varios españoles que pertenecían a una banda de traficantes que la venderían por la Costa del Sol. Hablaba un poco de español pero lo entendía a la perfección, aún así, mis compañeros ponían en duda sus contundentes afirmaciones. Mi duda era metódica y clásica en una mujer policía que interroga constantemente a mujeres diferentes todos los días y a cualquier hora.
           
            Mi jefe me pidió que hiciera varios cacheos a diversas mujeres que se las consideraba extrañas, llamadas telefónicas, envío de faxes y de correos electrónicos. En fin, rápidamente la tarde se pasó y hasta bien entrada la noche no caí rendida en uno de los cuartos que teníamos allí para descansar en las “guardias” que de vez en cuando, una vez cada quince días hacíamos.  Pero sin embargo, se suponía también que yo había acudido obligadamente y ante una “desesperada” de mi jefe a trabajar, no a hacer una guardia.

            El frío me invadió en aquel dormitorio triste y lúgubre pero ante el sueño tan profundo que me aquejaba no reparé mucho en la decoración ni en el espacio de miniatura en el que me encontraba. Dormí tranquilamente, soñé relajadamente un apasionado y erótico sueño, algo realmente maravilloso que me ayudó a transportarme a otro mundo, aunque no por mucho tiempo.

            “Aquel hombre se adhería a mí con sus manos suaves y delicadas como algo verdaderamente sensual y atractivo a los ojos de toda mujer. Era tierno, muy suave y agradable a cualquier sentido corporal que una dama pudiera desear; sus manos se movían de una forma armónica, sin tener que seguir un orden prefijado a la hora de tocar. Me acariciaba lentamente todo la piel, pasaba sus finos dedos por mi cuerpo, me miraba fijamente a los ojos sensuales. Desprendía un olor corporal que mí me agradaba, mezcla de azmicle y vainilla; el tono de su piel era moreno y ésta era tersa y lisa,  no existían arrugas en su cuerpo, parecía un joven veinteañero y sin embargo, pasaba de los cuarenta. Pero, a mí no me importaba ni lo más mínimo.
            Por aquel entonces yo disponía de mucho tiempo para deleitarme de aquella visión placentera que no paraba de mirarme y desearme sin freno alguno, no me importaba el coste del deseo que provocaba en mí aunque no pudiera costearlo de momento. ¿Costaba dinero o era un momento gratuito y placentero a cambio de “nada”? Mientras me excitaba su forma de mirar, de tocar y acariciar mis manos, mi cuerpo le deseaba más y más. Quería y deseaba tocarle sin pensar en nada pero, él parecía que se acercaba y se alejaba a la vez, era “un tira y afloja”, me daba “cuerda” y me la quitaba. Ansiaba en mi mente y más en mi cuerpo, el suyo, si era posible, bajo aquel viejo cielo azul plomizo que por un momento, se levantaba encima del nuestro. Me seguía mirando; me presionaba con sus dedos las pecas de mi delicado torso y avanzaba lentamente dirección a mi cuello, se deleitaba acariciándolo y manoseándolo mientras su sonrisa de algún modo, me invadía todo mi ser. Era una sensación placentera.
            El olor a hombre, a macho ibérico, creó en mí un sentimiento de deseo aún mayor; nunca había sentido un deseo oculto tan provocativo como éste, tal vez, el vino rosado ingerido durante la noche anterior – me dije – influyó en mis terribles y frenéticos deseos sexuales. Era como una loba que, al mirarle, no podía parar de imaginar escenas y figuras de deseo, de armonía con el auténtico deseo del ser humano que anhela y siente por todos los poros de la piel. Dicen que el poder de la mente en el “inconsciente” del ser humano – según Sigmund Freud – es un cúmulo de deseos y sensaciones que, la persona en un momento de su vida, anhela fuerte y bravamente, sin saber por qué, que influyen en su pensamiento y en su personalidad. Me siento feliz, eternamente feliz de ser admirada y venerada por un hombre atractivo y misterioso, tal vez, no le conozca jamás o por el contrario, sea alguien de mi círculo que sí haya conocido y no le diferencie, no sepa realmente quién es.
            Bailo a su lado, me seduce, me incita en cada movimiento que él hace, me gusta su balanceo, su cuerpo, su vientre, su figura, su  estilo; todo en él es deseable y atractivo. Me gusta. No tengo palabras para describirlo y expresarlo aunque a veces, me parece un deseo inalcanzable.”

-       Rápido,  levántate Ruth. Un tío gaditano, moreno, alto, unos cincuenta años, pregunta por ti. Son las seis y cuarto, tempano aún, pero debes levantarte ya – le dijo su jefe, Director de la Jefatura de Policía Aduanera de Algeciras desde hacía ya, aproximadamente cinco años.

            A mi jefe lo conocí hace años;  una noche me lo presentaron en pleno apogeo del verano en el Puerto de Algeciras; en una de las terracitas donde el aire era fresco por la situación alejada del centro, mi marido se acercó con un individuo de porte exquisito, distinguido en su manera de hablar y de vestir con ropa cómoda pero elegante. Se dirigió a mí, me saludó gustosamente y con ademanes encantadores y una gran sonrisa comenzó nuestra amistad. Se sentaron los dos con María, mi amiga de toda la vida y conmigo en una mesa apartada desde donde se divisaba una buena parte del paseo marítimo y de acceso al amarre de los yates. Cenamos con vino blanco un delicioso pescado del día y, nuestra conversación fue tan amena que cuando nos dimos cuenta eran las dos de la mañana y no nos habíamos percatado de cómo pasaba el tiempo. Las demás terrazas del puerto habían cerrado ya, estaban totalmente a oscuras. Me levanté con una grata sensación, me había sentido totalmente feliz durante esa noche y la velada había sido perfecta. En esta vida – pensé mientras íbamos hacia el coche – la vida pasa rápidamente, es efímera, pasajera y rápida.  Cuando los momentos son agradables y placenteros no nos damos cuenta de lo bien que se está así y no valoramos esa fuerza misteriosa que es la vida, vivida minuto a minuto, sin tregua alguna. No podemos – que yo sepa me decía a mi misma – paralizar el tiempo y quedarnos en ningún instante determinado pero, cuántas veces lo hubiera deseado aún sabiendo que eso es un imposible.

            Javier, era realmente excelente en su trato con todo el mundo; después de interesarse, curiosear y conocer mi carrera profesional como policía y jefe profesional de investigación científica de las cercanías a Cádiz me propuso venir a la aduana del Puerto de Algeciras y comenzar una etapa junto a él y a su equipo. ¡Cómo iba a rechazar semejante oferta con un hombre que tenía aquel trato y semejante conversación, culta e interesante¡ Eso sería un rechazo absurdo, un cerrazón completo; junto a él se me abrirían múltiples puertas debido a su cargo, a sus relaciones profesionales y sociales. Trabajar con él sería un privilegio, mi familia – suponía – estaría de acuerdo. En fin, le dije en aquel momento que lo pensaría por hacerme la “interesante” e imprescindible pero, sabía perfectamente que aceptaría al cabo de unos días o quizá, unos meses.
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            Cádiz era mi ciudad preferida por excelencia, la costa invadía mi alma y no cabía la posibilidad de dejar de vivir junto al mar; era mi vida, levantarme y sentir el olor a ese pedazo de soledad, inmenso que tantos poetas han descrito desde que el mundo existe; es la fuerza y el valor para vivir, únicamente con olerlo y sentarse frente a las aguas y admirarlas era lo máximo que podía pedir. No dejaría por nada ni por nadie el mar y su relajación cuando está tranquilo y en calma o cuando la bravura alcanza su máximo esplendor y poderío. Me había criado junto al mar y había crecido toda mi vida junto a él; mi familia, una modesta y humilde familia del sur de Tarifa, había vivido en un pueblecito de pescadores y casas blancas, aire sureño y viento del Estrecho. Cuando todavía era muy niña, tuve que ir obligadamente a la capital de España y a decir verdad, lo recuerdo como un auténtico suplicio. No podía creer cómo la gente podía vivir allí, rodeada de asfalto, calles y gente que ansiaba salir del tráfico continuo de la ciudad y más allá del límite de ésta no existía playa, ni mar donde ir a guardar las penas del alma o a desvelar los secretos ocultos que nadie sabe; sin embargo, el mar sería el único que los comprendería. El mar era mi vida desde la más tierna infancia. Sin él no podía vivir, sencillamente eso.


            Javier fue el mejor jefe que he tenido nunca; un estupendo y elegante caballero, exquisito y cordial, con una sonrisa franca y agradable pero eso sí, en el trabajo, un hombre sumamente exigente y puntilloso. El trabajo debía ser minucioso y exhaustivo, riguroso y totalmente científico. Para él, la policía debía tener unas características peculiares y muy definidas sin las cuales, su trabajo sería imposible de realizarse al cien por cien. En los años que llevo trabajando con Javier, me doy cuenta que me ha enseñado mucho y se podría decir que he desempeñado un trabajo privilegiado a su lado y al de su equipo, mis compañeros, unos excelentes profesionales.

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