OLALLA Y LA "TOMASA"



 


Decían en el pueblo que, La Tomasa era la mujer más extraña que había pasado por aquel lugar, huraña y ataviada con un pañuelo negro en la cabeza, mostraba muy rara vez las arrugas y cicatrices de su cara; sus ojos decían los viejos que la veían de año en año, eran saltones y desorbitados, mostrando alrededor de ellos los resquicios que le quedaban de la viruela.


Los aldeanos de aquel inhóspito y frío pueblo, en medio de la sierra de Teruel, la consideraban un bicho raro, una auténtica sombra que,  aparecía y desaparecía, como los ojos del Guadiana, no sé sabe cómo ni por dónde pero, era de una raza extraña decían, mezcla de mujer y de ser galáctico y misterioso, con un espíritu de leyenda antigua que, muchas veces, daba miedo.


Hablaban y discutían en la taberna de la plaza, cómo podía ser que, aquella mujer solitaria se la viera tan poco por el pueblo, siempre que podía, se ocultaba tras las esquinas de las casas y por cualquier escondrijo o hueco, intentaba mirar o atisbar desde los lugares más escondidos; no se sabía por qué lo hacía, por qué huía constantemente de la gente, por qué salía por las noches de luna llena a las afueras del pueblo en busca de algo muy recóndito y tenebroso que luego traía envuelto en unos cuantos paños negros.


Por doquier se hablaba de ella, se cuchicheaba y se inventaban las historias más cadavéricas y grotescas acerca de su infancia, a pesar de saber poco de ella más que nada, por habladurías y comentarios sin fundamento.  Hace años cuentan los viejos del pueblo, su madre, una mañana salió despavorida y horrorizada por los improperios que su hija le echaba en cara, al tiempo que la perseguía por la casa un tanto apartada del centro, con un cuchillo ensangrentado y un crucifijo. Según decían, era una mujer muy sincera y buena, aguantó a su marido, un borracho empedernido y atiborrado de alcohol durante muchos años y, después, soportó la locura desenfrenada de su única hija que, tenía de jovencita ataques de locura y pensaba únicamente en las persecuciones que los fantasmas de su vida la acechaban.

Un feroz y cruel alarido de La Tomasa retumbó esa misma noche por la calle solitaria, a la luz únicamente de la farola que alumbraba la portezuela de madera de su casa.  Los vecinos, alarmados y alertados por el miedo de su vociferada voz, tenebrosa y lúgubre, salieron temblando a las calles en busca de una respuesta y tan sólo, encontraron una mujer tumbada en el rellano de una de las ventanas adyacentes a la puerta de la casa; estaba semidesnuda, con rasguños en la espalda y un rosario entre sus frías manos; parecía muerta, su cara y sus pies eran mármoles blancos tan fríos como el témpano; tumbada boca arriba y su mirada puesta en el infinito, exhalaba vaho más blanco de lo normal por aquella boca grotesca y con malformaciones dentarias; el cura del pueblo, el médico y el alcalde de aquel pequeñísimo lugar acudieron en busca de algún hombre culpable tal vez, de aquel desaguisado humano que yacía al pié de aquella ventana, a punto de fallecer sin llegar a hacerlo por el momento pero, por muy poco.


La trasladaron a su propia casa como pudieron y el médico consiguió reanimarla poco a poco; no había nadie dentro de ella, su madre había desaparecido a pesar de la edad tan longeva que tenía. Todo eran interrogantes los que se planteaban alrededor de la mesa camilla de la sala de estar, bajo la cual existía un pequeño brasero en el que recobrar un poco el calor perdido, sobre todo, La Tomasa, la cual quién sabe el tiempo que llevaría en aquella ventana, tumbada y medio inconsciente.

En aquel pueblo de apenas, cien habitantes, en medio de la sierra de Teruel, llamado Olalla, a 100 kilómetros de Calamocha, el misterio y el terror se percibían y se sentían por las calles, por las paredes de cualquier casucha antigua y, hasta, se colaban por las laderas que bordeaban el pueblo. Se decía que un embrujo se había metido en él, pero exactamente no se sabía cuál era ni de dónde provenía. ¿Era leyenda o era realidad? Tal vez, un fantasma se hubiera inmiscuido por alguna acera, si es que se podían llamar aceras, los tramos que separaban las casas muchas de ellas, de adobe con la tierra de diferente color de la calzada.

Todos los habitantes se conocían bastante bien, estaban emparentados de alguna manera y a decir verdad, sus vidas no eran totalmente privadas sino más bien comunes y compartidas por diferentes familias. Mantener la intimidad en aquel lugar era bastante difícil y complicado, la vida era simple o enrevesada según se quisiera ver pero desde luego, conocida por casi todos los lugareños de aquel paraje escondido. 

Se contaban leyendas e historias diferentes y hasta totalmente opuestas acerca de La Tomasa pero ninguna estaba totalmente contrastada con la verdad auténtica. Allí todo el mundo especulaba sobre aquella extraña mujer y su vida familiar. No se sabía con exactitud ni su edad ni su procedencia pero lo que era seguro es que en Olalla, únicamente estaban empadronadas las dos, madre e hija pero ninguna había nacido allí.

El misterio de aquella familia era único, apenas se las veía a las dos mujeres, no frecuentaban ningún lugar ni tienda del pueblo. No se relacionaban con nadie, no hablaban ni se trataban con ningún habitante de Olalla, no se sabía dónde compraban ni a dónde iban o, si tal vez, se encerraban en su vieja y apartada casa del resto del planeta.

Pero sin embargo, aquella noche fatídica entre misterio y penumbra, La Tomasa sobrevivió; una humilde mujer, que vivía relativamente cerca de ella, se ofreció para pasar la noche junta a ella, en su casa para cuidarla, obviamente después de haberla reconocido y haberla curado las heridas y rasguños por todo el cuerpo, con cuidado el médico de aquel diminuto pueblo, el Sr. Andrés, un hombre “entrado en carnes”, muy sereno y tranquilo.  Era realmente un gran hombre, amigo de todo el pueblo, con el que compartía tertulias mundanas y gran parte de su tiempo libre, entretenidas partidas de mus con los mozalbetes en la taberna.
Aquel invierno estaba siendo demasiado largo y frío, realmente helador; la fuente de la plaza permanecía congelada desde hacía varias semanas, las estalactitas y estalagmitas puntiagudas eran símbolo de encanto por todas las calles emblemáticas del pueblo y en cada rincón se construía un delicioso castillo de ruinas que simulaban las de pueblecito en la antigüedad de Laponia, a veces, desierto y desnudo por las que discurría “a escondidas” la vida de las gentes.

La Tomasa se recuperó de aquel susto, tardó varios días en estar bien y volver a salir de vez en cuando por los oscuros y recónditos lugares de Olalla; sus vecinos se preguntaban qué le habría ocurrido a su madre que, desde aquella fatídica noche, desapareció del pueblo sin dejar rastro alguno. La buscaron por todos los parajes y pueblos cercanos pero, en mucho tiempo, no se supo absolutamente nada de ella. ¿Cómo era posible que una mujer tan mayor desapareciera de repente de un pequeñito pueblo de tan sólo cien habitantes, oculto en la sierra de Teruel, sin dar señales de vida y sin dejar rastro alguno durante tanto tiempo? Nadie, absolutamente nadie en Olalla la había visto, no se sabía nada de ella y tampoco recordaban los viejos del lugar la última vez que vieron su sombra de aletargado y miserable por las solitarias aceras de aquel fantasmagórico pueblo.  

Lo curioso y absurdo del caso era que su propia hija, La Tomasa, no estaba demasiado alarmada y entristecida por no encontrar ni saber nada de su madre. Todo era muy extraño ya que, tanto escepticismo y aparente normalidad en la mente de una persona en la que deja de ver a su madre por una desaparición repentina no era propio de un ser bastante normal y racional. Ella seguía su vida después de las desafortunadas búsquedas por parte de vecinos, policía local y guardia civil durante varios días. No había rastro alguno, aunque se suponía que estaría muerta y enterrada bajo la nieve por alguno de los bosques cercanos al pueblo o sepultada bajo cualquier riachuelo congelado por el austero frío del invierno.

La Tomasa seguía aislada del resto de los habitantes, alguna vez se la veía por la lejanía, en algún paraje desolado, triste y solitario, vestida de negro; los lugareños se preguntaban si esa mujer se habría trastornado todavía aún más debido a esa terrible desaparición en su vida o, si por el contrario, ella se habría liberado voluntariamente de su madre, de cualquier forma o manera, encerrando en su propia mente un crimen premeditado debido, precisamente a esos ataques de locura que la venían persiguiendo durante toda su vida.

¿A dónde iría por aquellos lugares tan solitarios en aquel invierno tan frío y austero en donde la gente únicamente  buscaba el refugio y el cobijo del calor de sus hogares? Muchos hombres se preguntaban y se interrogaban qué sucedía en la mente de La Tomasa y qué hechos extraños sucedían en su vida; a horas intempestivas ciertos campesinos que una mañana temprano la vieron, la siguieron a una distancia prudencial para que ella no se percatara de dicha curiosidad.

Vieron cómo se dirigía a una ermita que existía a la salida del pueblo, se ponía a escavar con una pala de acero de forma compulsiva un gran agujero, miraba y miraba sin cesar fijamente al interior y metía algo envuelto en un paño negro; volvía a rellenarlo de tierra y lo tapaba de nuevo con paladas de nieve que recogía a escasos metros de él; vestía de negro con un pañuelo sucio y asqueroso que rodeaba su pelo, se suponía por lo poco que se veía desde el exterior que, era bastante canoso y lacio.  Su extraña forma de comportarse y de actuar, sus ademanes y aclamaciones o gesticulaciones hacia el cielo que hacía obsesiva y compulsivamente, le hacían tener un raro y esperpéntico modo de actuar; suspiraba y miraba al cielo, elevaba un crucifijo al aire y una especie de rosario, eso parecía al menos desde lejos, y caía de un golpe al suelo frío y húmedo; la nieve seguía alfombrando todos los resquicios de las aldeas y los pueblos de la zona y parecía que el invierno seguía con el mismo rigor de hacía semanas. Los caminos helados, los riachuelos y los senderos seguían tapados por inmensos copos de nieve que hacía un mes y medio cayó por aquellos parajes, intrépidos y solitarios.

Curiosamente y para dar más morbo a los campesinos, alimentando su continuo interés por aquella mujer desde hace tiempo y, sobre todo, desde la desaparición de su madre, cogió un cuchillo muy afilado e hizo muescas múltiples en el tronco de un pino, repleto de nieve hasta casi taparlo por completo en medio de un bosquecillo situado en un llano apartado del camino, solitario y recluido a las afueras de un antiguo convento de monjes benedictinos.

Tal vez, el secreto tan insólito fuera un misterio desvelado en poco tiempo; todo el mundo en Olalla opinaba que fácilmente la locura de La Tomasa le hubiera llevado a cometer un parricidio, un asesinato cuya culpa no sería capaz de asumir ni confesar. Su madre no apareció hasta varios días después de ver a La Tomasa en aquel lugar pero, precisamente no cerca de aquel lugar. Era curioso, el caso no se podía cerrar a pesar de tener muchos indicios de quién había cometido tal crimen; estaba claro que su propia hija atraía la mirada de todos, desde cualquier vecino de Olalla, pasando por el médico hasta el Alcalde. 

¿Qué tortura se habría producido en esa familia tan extraña y pequeña, que nadie sabía exactamente a pesar de múltiples suposiciones? Tal vez, la locura de La Tomasa la hubiera convertido en un fantasma que por las noches de luna llena, a la luz de las velas y con crucifijos y rosarios en la mano perdía la cabeza y cometía ensangrentados rituales hasta llegar a asesinar a su propia madre que, apareció un día semienterrada al deshacerse la nieve, al otro lado del pueblo debajo de unas piedras, con varios golpes en la cabeza y rajada de arriba abajo por varias cuchilladas.



Al cabo de los meses, en la biblioteca del pueblo quedaron bien guardadas noticias de periódicos locales donde se inculpaba a La Tomasa fehacientemente por parte de numerosas personalidades y vecinos de Olalla; se escribieron argumentos fundamentados del supuesto crimen aunque, por ahora, no era un caso resulto a pesar de buscar pesquisas y resquicios que la inculparan por completo; ni policía, ni alcalde ni abogados fueran capaces de conseguir pruebas necesarias para hacerlo. El juez correspondiente del caso lo dejó aplazado y sin resolver de momento.



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