El Castillo de Carcassonne (III Parte)


Jorge pasó por una tienda que desprendía los aromas más deliciosos de la tierra, se quedó mirando fijamente el escaparate y puso su naricita pegada al cristal; alguien, perfectamente uniformado de blanco y gris, con acento francés exquisito y coloquial le invitó a pasar dentro y a probar alguna delicatesen de las que allí se vendían. Las especialidades de la casa y de aquella ciudad medieval tenían un mostrador muy bien decorado, con cartelitos azul marino y blancos...donde se podían ver nombres tales como "Codillo de cerdo, Confit de molleja de ave, Patés de hígado de oca o de pato, Estofados, los Petits Carcassonnais, los Briques de la Cité, los Pavés de la Cité, o los Grés de la Cité, Cerdo, Hígado seco de cerdo, Alubias blancas, Orkina Sabatier - unos deliciosos aperitivos de Carcassonne...." y una gran variedad de vinos franceses a cual más exquisito en una alacena de madera rústica. 






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Después de empaparse nuestro joven Jorge de aquellos aromas refinados salió desbordado por tanta mezcla de colores, olores y gustos; su mente se dirigió un poco confundida y obtusa hacia una de las puertas principales por las que se podía acceder al Castillo, la Porte Narbonnaisse. Con ímpetu y energía aprovechó un grupo de alemanes de unos 40 ó 50 que accedía con un guía profesional y en un descuido entró agachado en el centro de él y se puso a deambular al compás de los demás. Obviamente Jorge no entendía nada de aquella explicación; se vio rodeado de enormes torres de alemanotes que le quitaban el oxígeno y le impedían respirar; él era muy bajito y su estatura no llegaba ni a la mitad del más bajo de aquel grupillo de de personajes.


Almenas y torres se sucedieron durante la visita que a lo largo de una hora y media en la que, un guía nórdico que hablaba el alemán perfectamente, no dejó ni un solo minuto que nadie del grupo se distrajera. Pero, Jorge, al comprender ni una sola palabra de alemán empezó a distraerse y a crearse sus propias historias, a fantasear y dar rienda suelta a su imaginación como un niño que era. Al llegar a la Capilla de Sainte-Marie en el lado norte del famoso castillo en la la planta formaba una "U" alrededor de un patio, se fijó en una columna y le pareció ver una sombra, una extraña y bella dama vestida a la vieja usanza de la Edad Media; su cara pálida, sus manos transparentes, vestía un traje en tonos ocres con bordados en verde oscuro. Al quitar la vista se quedó en su mente una imagen, la de aquella cara. Volvió a mirar de nuevo y únicamente vio otro grupo de turistas igual que el suyo pero mucho más risueño y divertido por el guía que les conducía por las salas y aposentos del castillo medieval. Aquella bella mujer había desaparecido de nuevo por arte de magia; ya lo había hecho anteriormente en el sueño que tuvo. ¿Era la misma mujer? Jorge se escabulló de repente y se metió en aquel grupo nuevo; allí empezó a encontrarse mejor, ya entendía las explicaciones que un guía español les iba comentando al igual que las anécdotas, bromas y misterios ocultos de aquellos hombres de la edad media se sucedían.

Según accedían a las diferentes partes del castillo, el nuevo guía les incitaba a recrearse en un mundo de fantasía lleno de historia y leyendas. La Época de las Cruzadas. Según contó aquel buen hombre, Inocencio III fue el promotor de la cruzada contra los cátaros, de origen búlgaro que, provocó un cambio grande en la política occitana. Entre las creencias religiosas que los cátaros  defendían, una de ellas era, la dualidad del universo como mezcla de dos mundos, uno espiritual creado por Dios y otro supeditado a Satán. Existían para ellos dos principios, el Bien y el Mal, el Cielo y la Tierra, entre los que existían unos intermediarios o "Inmortales benéficos" con los cuales a través de la virtud, la piedad, la bondad, los buenos pensamientos y la tolerancia...los cátaros conseguían salvar el alma para la vida eterna. Ellos rechazaban el mundo material, percibido como obra demoníaca. 




Para este pueblo, el Diablo creó el mundo material, las guerras y la Iglesia Católica que defendía según ellos, la difusión de la fe en la Encarnación de Cristo como símbolo de corrupción; un pueblo que confiaba y creía en la reencarnación. A veces su gran espiritualidad que intentaban imperar entre sus fieles chocaba con los intereses materiales y espirituales del mundo cristiano. Los caballeros de la Orden del Temple y los cátaros tenían en común el dinero lo que les convertía muchas veces en socios, otras en rivales guerreros que luchaban por la hegemonía en las tierras y el poder; los primeros estaban siempre del lado de la Iglesia y del Papa.




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