ENTRE LA MISERIA, EL AMOR ABRE SUS PUERTAS


ENTRE LA MISERIA, EL AMOR ABRE SUS PUERTAS

                      
 Me parecía que la logística y la ayuda de socorro había fracasado y, sin embargo, mi misión en ese país era entregar mi persona al cien por cien; hubiera deseado hacer más, quitar el dolor y el drama a tantos miles de haitianos como los que estaban tirados en las calles pero era prácticamente imposible. El olor de los cadáveres, invadía por doquier y las calles asaltadas por el saqueo y el pillaje era lo normal en aquel país hundido y aturdido por el terremoto; tantos niños desamparados y huérfanos deambulan sin rumbo a ningún lado por todos los lugares de la isla mientras los cadáveres se hacinan por el asfalto que todavía existe en ciertos sitios, a cientos o mejor dicho, a miles. Entre tanta desgracia, miseria y muerte me encontraba yo, una joven mujer, atractiva, activa y dispuesta a rescatar personas vivas y trabajar contrarreloj a favor de la vida; sin embargo, tanto esfuerzo y trabajo no era suficiente, había que hacer más e ir más deprisa si se quería rescatar aún a más gente entre los escombros.


                El vaivén de los helicópteros que sobrevolaban por la zona aireaba más la incertidumbre y la desesperación, y los muertos se apilaban en el suelo sin llevarse ya la cuenta. La reconstrucción de Puerto Príncipe y de sus cercanías empieza a ser inminente a pesar de existir tanta miseria y angustia, algo latente en el suelo por el que pisamos y nos movemos;  sin embargo es necesario empezar a pensar en un futuro y ayudar a estas gentes a organizar su vida poco a poco.  


                Después de estar veinte horas trabajando sin cesar entre los escombros y el cúmulo incesante y continuo de cadáveres, noto el cansancio en cada poro de de mi cuerpo, me encuentro fatigada y ansiosa, la pena me invade todo mi ser y sin darme cuenta me acercó paseando a la playa más cercana; necesito oxígeno y un poco de calma, parar un poco el tiempo y descansar al menos media hora para volver de nuevo a la lucha en esta isla, llena de vitalidad y ansia por la vida en donde todavía existe la sonrisa entre algunas personas. Paso por un puente y a través de unas escaleritas, me deslizo por la arena blanca y miro al horizonte de azul turquesa intenso en donde las aguas cristalinas albergan grandes transatlánticos que van de “crucero” por las aguas del Caribe. Curiosamente han parado cerca del puerto y se dirigen a algún lugar turístico, prefijado de antemano en su itinerario. Me tumbo en la arena, mis pies tienen ampollas y mi cuerpo está agotado, cansado y sucio. Pero no me importa pues eso es algo secundario en este momento.
                Me parece que el mundo no es justo y que al lado del sufrimiento y la angustia están el despilfarro del dinero y la opulencia de unos pocos; es curioso, unos mueren desangrados por los hospitales instalados de emergencia por las calles y habilitados para cobijar la muerte y el dolor ayudados por personal sanitario y voluntario de diferentes países y, otros miran el itinerario de la excursión que van a realizar, tal vez, la visita a las aguas coralinas de la zona y la consistente y opulenta comida consecutiva.
                


Me miro mis manos, las cruzo y miro el anillo de plata que mis padres me regalaron al salir de España; tumbada en la arena, mirando las gaviotas cómo vuelan por el horizonte de la playa y revolotean bajo el azul claro del cielo, sonrío y me acuerdo de ellos, recuerdo sus caras y anhelo sus abrazos de nuevo; tal vez, desee dormir y soñar con el viejo porche de mi casa bajo el que diariamente duermo la siesta y al despertar, leo los libros que me atraen y quiero. Oigo a lo lejos las voces del vecino que desde lo alto de su casa todos los días me chilla con dulzura y me silba con tonos de coqueteo y recuerdo el teléfono que a mitad tarde suena para  avisarme que alguien se acuerda de mí y me quiere mucho. Es mi novio, un chico normal de la calle que conocí en la esquina de mi barrio. Recuerdo los paseos que damos de la mano por el Parque de la Fuente del Berro y la sonrisa que me lanza de vez en cuando, mezclada con los piropos y los besos que me lanza entre los recovecos del parque. Anhelo esos momentos de felicidad y ansío volver a sentirlos pero, aún así, sé que debo descansar un rato para reponer fuerzas y volver a las andadas, al trabajo que voluntariamente he venido hacer a pesar de ser contrarios los míos de tal deseo.

                Dormí  bajo el sol incipiente durante varias horas sin quererlo realmente; cuando me desperté mi cuerpo estaba quemado y con ronchas en la piel, arrugado y con marcas de la postura que bajo la lona de plástico había cogido. Me levanté cómo pude y fui a la orilla del mar, lavé mi cara bajo el sol y miré mi reloj. Habían pasado cuatro horas y no me había dado ni cuenta; el cansancio era tan fuerte que, tumbarse en el simple suelo o la arena caliente de una plácida y deliciosa playa incitaba a caer como el plomo y sumirse en el más relajante sueño.



                Me puse rígida y en movimiento; ascendí por una rampa y subí por unas rocas, distinto camino del primero que había hecho para bajar. Cuando llegué arriba, vi al frente y oí disparos en la lejanía; seguramente el asalto a las únicas tiendas con alimentos que aún quedaban serían la causa o el origen de esos disparos que guerreros o asaltantes en busca de comida habrían comenzado.

                A escondidas y con sigilo, detrás de una palmera y unos botes de chatarra tirados al lado de cuatro militares recién muertos, caídos y todavía con la sangre caliente por su cuerpo, miré para cruzar la calle y, lentamente me acerqué a ellos para cerciorarme aunque a distancia de sus muertes. Me entraron nauseas al verlos hacinados bajo los escombros y rotos en mil pedazos algunos de sus miembros; a lo lejos un camión con militares miraban cómo sus compañeros yacían en el ardiente y polvoriento suelo. El drama era continuo, a cada paso que se daba por la isla, en medio de la belleza del paisaje se sucedían escenas de angustia y terror.

                Entre tanta tristeza y miseria, tanto horror y sinsabor de la vida, seguía avanzando por las calles llenas de gemidos y dolor aún sabiendo que al lado de la muerte, la vida se sucedía y los niños nacían de madres que posteriormente morían. Todo parecía un sueño, una auténtica pesadilla en blanco y negro o, en grises y blancos, bajo los cuales vivía intensas horas de tristeza. Sin embargo, la vida revivía y los niños lloraban al salir del vientre de sus madres; la vida no paraba, fluía y giraba alrededor de todo cuanto existía; los médicos se sentían orgullosos de sacar a la luz a aquellos de color de madres que yacían en hospitales improvisados, apenas de carentes de utensilios hábiles para venir al mundo. Aún así, se sucedían en mi cerebro una serie de imágenes, en color o en blanco y negro que parecían fotogramas para el recuerdo de una película de los 40 ó 50. Si me lo hubieran contado no lo hubiera pensado tan ruin y grotesco el panorama, estrafalario tal vez por los descalabros de la muerte bajo las ruinas pero, viéndolo y sintiéndolo en mis propias carnes me parecía algo realmente angustioso. Exigía mi presencia allí hasta que hiciera falta, no importaba el tiempo pero únicamente sabía que lo que había venido a hacer a aquel país no había hecho más que empezar.
                

Un haitiano me levantó del suelo cuando sin querer y correr por las calles caí en una zanja pequeña. Moreno, alto y esbelto, me miró fijamente y sus ojos se clavaron en mi mente. Rápidamente agaché mis ojos al suelo para no penetrar mi mirada en la suya, había surgido en mí un sentimiento de pasión hacia aquella mirada de profundidad; por un momento, el deseo se había cruzado y había penetrado en mi cuerpo y tal vez, en el suyo. Nos miramos y ambos nos abrazamos, no sabíamos por qué, a lo mejor únicamente por deseo de aferrarse a alguien o sentir el contacto de un cuerpo con otro como símbolo de protección y calor en situaciones de sufrimiento y desesperación.


                En mi mente jamás me hubiera imaginado desear y anhelar a alguien distinto al chico que diariamente me sorprendía y me enamoraba en mi ciudad pero, sin embargo, en medio de la miseria y el olor a cuerpos que empezaban a descomponerse, el idilio entre los seres humanos seguía existiendo y la piel erizada, con carne de gallina, seguía apareciendo. Es curioso, la forma en que unos ojos marcan el destino tal vez de una persona y penetran en el interior de otro ser humano.



                Entre el llanto y el dolor de la gente, conforme iban pasando las horas, me fui serenando y mis palpitaciones por la sensación de bienestar debido a tal situación se fueron apaciguando. Me tranquilicé pero desde que nos miramos en aquel asfalto, caída bajo el suelo, han pasado horas y todavía no nos hemos separado; nuestras manos van entrelazadas a dónde vayamos y ayudan juntas para salvar vidas y secar lágrimas entre las gentes con las que seguimos cruzándonos.

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