LOS OLORES EN LA GRAN CIUDAD DE MADRID (I Parte)



Los olores en la gran ciudad de Madrid 
(I Parte)



Paseando por la gran ciudad me percaté de la inmensidad de olores que existían en nuestra Villa y Corte, me empapé y me deleité con aromas que nunca me había parado a pensar que nuestro sentido del olfato asumiría y clasificaría a la vez. Aquellos momentos exquisitos que pasé durante ese día de invierno, desde bien temprano callejeando por los barrios más céntricos de la gran capital fueron realmente deliciosos, nunca vistos y tampoco nunca descritos con palabras.


Todo lo que uno siente puede ser consciente o no pero raramente es capaz de describirlo inmediatamente después de sentirlo o ni tan siquiera nunca en la vida lo haga, quizás por miedo, por desidia, por vaguería o por falta de costumbre para expresar con las palabras exactas un sentimiento concreto, sentido en un momento concreto y en un espacio concreto.



Aparqué el coche cerca de la Plaza de Santo Domingo en una callecita cuesta arriba; eran las siete de la mañana y que mejor cosa podía hacer que irme a desayunar un buen chocolate deshecho y unos churros a San Ginés. Callecita arriba callecita abajo llegué a la chocolatería abarrotada de gente, un día de frío y puro invierno donde el cobijo, algo caliente y unos deliciosos churros recién hecho era lo que más apetecía para entrar en calor. Antes de entrar me percaté de un señor bien vestido, elegante y vestido perfectamente con traje de rayas azul marino y blancas, encendía una pipa de tabaco rubio; su olor fuerte me trasladó a Inglaterra, a las citas de caballeros y nobles de la alta sociedad, a las tertulias en los cafés ingleses y al siglo XIX, tal vez, principios del XX. Aquel hombre no mayor de los 52-53 esperaba con ansia alguien fuera de la chocolatería...miraba el reloj y echaba otra calada a la pipa de la paz...Entré después de empaparme de aquel aroma delicioso, fuerte pero en cierto modo, tan exquisito con lo era aquel hombre...aunque seguí manteniendo en mi memoria el aroma de su colonia, me cautivó y seguí a distancia mirándole sin perderle de vista.



Después de un suculento desayuno salí por la calle Arenal camino hacia la Plaza Mayor; subí por callecitas estrechas y empedradas percibiendo cierto olor a viejo, a casas de antaño, a solera en sus balcones y terrazas; un trozo de pescado rancio me atrapó. Tirado en el suelo, a la salida de un establecimiento todavía cerrado olía a podrido, los gatos que merodeaban por la calle se relamían de gusto por saborear aquel bocado tan exquisito para su paladar. Lucha por la presa era el único mensaje que llegaba a mi cerebro. La ley de la supervivencia.



Según iba por la calle Bordadores hacia la plaza Mayor, percibí el olor a orín esparcido por la calle todavía sucia y me dio asco, repugnancia pero por un momento entendí que, era un olor más que albergaba nuestra gran ciudad. Llegué a la Plaza; según pasaba por los soportales entré en una relojería antigua; me embriagó el olor a antiguo, a óxido, a metal...a pulcro y limpio, el olor a diferentes épocas y estilos...El aroma fresco de una fragancia nueva, sin nombre conocido, me absorbió el cerebro. Las neuronas empezaron a funcionar rápidamente y me volví con rapidez; a mi espalda tenía el mejor relojero del mundo que articulaba movimientos finos y delicados con la sonería del reloj. Con un trapo untado en una mezcla misteriosa que no mencionó delante mío, limpiaba con esmero los cuartos de un reloj antiguo del siglo XIX, una verdadera reliquia. Lo contemplé ensimismado, miré su bigote y su exquisito porte; me miró de reojo y me siguió con la mirada. 



Salí de allí entusiasmado y seguí por los soportales; en la calle Ciudad Rodrigo hice una parada típica, un bocadillo de calamares. El olor a fritanga me despertó el apetito, el sabor a limón me supo a gloria y lo saboreé con calma sentado en el asfalto. Seguí andando hacia el Mercado de San Miguel y sus múltiples olores me cautivaron desde fuera; nada más entrar, una tabernita con unos deliciosos pinchos de calamares en su tinta y un tinto me sedujeron. Atravesé de punta a punta ese antiguo mercado, compré frutas tropicales y el olor específico del mango, dulce y mágico me paró en aquella tienda durante diez minutos. No pude, le pedí otro mango, me lo volvió a pelar, trocear y me lo puso decorado con unas deliciosas frambuesas en una bandeja de plástico. Allí me hubiera quedado horas o tal vez, más pero el día me reclamaba y debía seguir mi ruta por los olores de la gran ciudad.


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