SILENCIO SEPULCRAL




           Sigilosa y pausadamente paseaba por los pasillos subterráneos del archivo. No se la oía apenas y sus pasos eran cortos y delicados. El silencio era sepulcral, se podría decir que aquel lugar era el reino absoluto del silencio pues ni el crujir de los libros de vez en cuando, distraía al lector más concentrado en las salas de lectura de la parte de arriba en la que, ella dedicaba gran parte de su trabajo a la catalogación y clasificación de libros y revistas.  A veces, bajaba y se adentraba por aquellos ensordecedores lugares de encuentro quizá, con el más allá y lejos totalmente del mundanal ruido de la calle. En cierta manera, era un lugar para encontrarse con uno mismo y adentrarse en los abismos del espíritu, en los interiores de la propia conciencia para mezclarse a través del silencio en el trabajo y hasta, podría decirse, sumirse en ciertos momentos en la meditación filosófica.
            Los pasillos eran fríos y obscuros y en cada esquina de los cuatro lados del rectángulo subterráneo de este formidable archivo existían termómetros también rectangulares que registraban puntualmente la temperatura, higrómetros que verificaban la humedad relativa. Según María iba pasando por aquellas galerías comprobaba cuidadosamente la caída en picado de las temperaturas y el aumento considerable de humedad en muchos puntos de aquel depósito descomunal que existía y permanecía desde hace años en las postrimerías del siglo pasado.
            Las estanterías grises típicas de una biblioteca o archivo soportan pesos enormes para apilar en sus baldas, libros, revistas y abundante documentación que se guardaba desde antaño y cada día ella, junto con sus compañeros de trabajo, apilaba, ordenaba y clasificaba. Era un trabajo muy bonito y exhaustivo, tremendamente riguroso y científico del cual, la mayoría del personal de aquel fascinante lugar, disfrutaba.
            Los ojos de María se convertían en captadores de información continuamente, absorbía todo cuanto veía y depositaba cuidadosamente en cada parte independiente de aquel archivo; las cajas eran rotuladas por un auxiliar que diariamente, con pulcritud y esmero, sacaba a la luz los títulos que desde arriba los jefes le indicaban. Rotulaba cada caja en color rojo pero anteriormente María en su despacho, comprobaba que en cada una estuviesen perfectamente organizadas, clasificadas y metidas todas las carpetas, los estuches o las revistas que contenía cada una de de las cajas. Antes de esa comprobación, lógicamente había introducido la información en el ordenador ya fuera de catalogación o de clasificación, incluyendo los contenidos e índices de la misma.
            María aquella tarde cuando bajó lentamente en busca de unas cuantas revistas comprobó y se percató de la importancia de la conservación del papel; absorbió el aroma delicioso y exquisito de unos cuantos pergaminos, hoy en día, fácilmente degradables debido a la cantidad de microorganismos que tenemos en el ambiente rodeándonos y a los cuales, había que dar un tratamiento adecuado para que no se rompiesen. Una rotura en estos pergaminos – pensó, sería una pérdida de información de un período histórico imposible prácticamente de recuperar. Y tenía razón, ella sabía por todos los años de estudio de su carrera que la documentación es muy valiosa y no se puede ni se debe perder, a veces, irrecuperable totalmente.
            En sus años de estudiante jamás creyó que era así, tal vez porque no le daba importancia a algo realmente fantástico y maravilloso pero, cuando sacó esas oposiciones al Ayuntamiento de esa gigantesca ciudad como es hoy en día Madrid, se tuvo que enfrentar a un sinfín de situaciones y a darse cuenta del valor incalculable que tenía ante sus ojos y de las que no había percatado con el mismo tacto y sensibilidad que lo hacía desde entonces. No únicamente eso sino que valoró y sintió el incalculable privilegio de trabajar allí por tener acceso a semejantes tipos de información a la cual, hoy en día, a veces es muy difícil acceder.
            Era un alma que absorbía continuamente la información ya que, además de su trabajo diario, recopilaba desorbitadamente una cantidad ingente de datos e información múltiple para escribir sus propios libros. Pertenecía a un mundo obsesivo por la literatura y la historia, era una erudita y sabia a la cual, pasear por aquellas galerías tan descomunales como grandiosas le daban fuerza y hasta, ímpetu para escribir dando a la tecla en sus ratos libres en los cuales, saboreaba con deleite la lectura a la que tantas horas había dedicado en su vida.
            Aquella tarde, el olor embriagador que encontró en un libro muy antiguo, en mal estado por descontado y con las tapas duras debido a unas manchas de tinta negra le introdujo en una benévola sensación de bienestar por haberle hallado bajo unos pliegos, mal colocados y ser consciente de su importancia ya que, de no haber sido por ella, a lo mejor hubiera cogido polvo y se hubiera dañado más por haber estado en aquel lugar equivocado y reservado únicamente para pliegos y planos.
            Mientras llevaba el libro en su mano izquierda para colocarlo en el lugar adecuado, se fijó en un pergamino que asomaba por una esquina en una estantería baja y de difícil acceso. Le llamó mucho la atención y se acercó más saber de qué se trataba exactamente. Pertenecía al siglo XVIII y estaba colocado al lado de unos pliegos; era un pergamino en latín, específicamente un libro de leyes canónicas referente a sucesiones y propiedades de la iglesia, de gran valor por la calidad del pergamino como por uno de los temas muy concretos de él, las leyes e intervención del estado en la iglesia. Tenía mucho valor histórico y seguramente varios investigadores de tesis doctorales lo habrían utilizado en sus investigaciones a lo largo de los años. Era una verdadera reliquia y llegó a serlo para María, una jovencita curiosa y muy atrevida. No le daba miedo nada, carecía de reglas prefijadas y de convencionalismos y, hablaba con las altas esferas si hacía falta. Su conversación en general era fluida y entretenida, a veces, hasta tremendamente filosófica en la cual, sus preguntas continuas sobre el género humano eran constantes; indagaba, investigaba y saboreaba en sí, el conocimiento y el saber con el cual, según ella decía, conseguía ser más libre y auténtica.
            Subió por unas escaleritas que unían los pasadizos subterráneos, fríos y poco luminosos, hasta acceder por un atajo a su despacho. Allí, un tragaluz vertía una poderosa luz desde el techo que enfocaba directamente a su mesa; en ella se dispuso a realizar cuidadosamente el diseño del inventario del Archivo Histórico que le habían encomendado. Escribió las distintas series documentales en las que pretendía dividirlo por secciones y por años. Tengo enero y febrero para acabar una parte y así lo haré, a pesar de la cantidad de libros de contabilidad que hay desde 1800 – pensó.

 
            Ese tragaluz era el único del edificio por el cual entraba la luz natural; era una gran afortunada pues desde el principio la habían adjudicado ese lugar y gracias a eso, no tenía ninguna bóveda antigua encima de la cual recibir constantemente trocitos de cal en su cabeza. Siempre era optimista, disfrutaba mucho de la vida y de lo que ésta le aportaba; jamás se quejaba ni era derrotista ya que, su condición tremendamente humana le llevaba siempre a ponerse en el papel de los demás, y más concretamente, de los que trabajaban en lugares inhóspitos y desagradables e irremediablemente, pensaba que su vida era un fortunio de la naturaleza en comparación con ellos. Su vida estaba rodeada de libros de los cuales se regocijaba mientras se sumergía en ellos. Era una vida tranquila y apacible, más bien, un auténtico remanso de paz; su familia sencilla pero con dinero vivía en uno de los chalecitos de La Dehesa de la Villa, una antigua casa señorial reformada pero con cierto encanto. Adinerados y con un gran poderío económico albergaban en aquella casa o mejor dicho, chalé de dos plantas, un sinfín de muebles antiguos mezclados con modernos sin romper la armonía y majestuosidad del inmueble. El ventanal del cuarto de María, totalmente exterior, daba directamente al parque en el que ella se había criado y en el que había jugado con sus hermanos desde bien pequeña. Lo conocía a la perfección, era su segunda casa a la cual acudir en busca de aliento, relajación y silencio en caso de huir de su hogar; allí encontraba paz y fuerza espiritual para seguir viviendo y afrontar todos los días sus tareas en su trabajo y en la investigación que seguía desde hacía años con un catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.
            Empleaba el tiempo libre que le quedaba en disfrutar de la compañía de sus hermanos pequeños en aquel delicioso parque al que iba a diario; los tres mayores, lógicamente ya se habían marchado de casa de sus padres y formaron hace ya tiempo, familias diferentes y hasta contrapuestas en cuanto a gustos e intereses. María sentía mucho interés por saber las costumbres y la vida en sí de sus hermanos mayores; siempre les preguntaba y se interesaba por ellos sin dejar de jugar y atrapar a los más pequeños de la casa en los escondrijos solitarios de La Dehesa.
            Conservaba una gran colección de libros en su habitación a los que daba un tratamiento minucioso y cuidaba mucho para que los enanos de la casa no lograran acceder a esa parte de su habitación, perfectamente pulcra y ordenada, como era ella.
            En las tardes frías del invierno solía inmiscuirse en los paseos más huidizos del parque, detrás de los pinos y abetos milenarios que cobijaban las sendas de aquel frondoso e idílico lugar de apaciguamiento. Llegaba a su casa helada y muerta de frío, se tomaba una taza de caldo caliente y volvía a las andadas, leer tranquilamente y ayudar a bañarse a los tres pequeños. Su madre sentía adoración por ella, pues la ayuda constante que ella le brindaba era eterna y constante. Tal vez, a María le faltaba algo en su vida que todavía no había encontrado, un amor, una persona con quien compartir tantas y tantas experiencias de vida como ella tenía pero, a pesar de ello, era una persona positiva y tremendamente feliz con su vida y con su trabajo. Admitía en cierto modo una leve carencia de afecto a sus treinta años pero sin embargo, tenía otros refugios en los que cobijar sus aficiones y disfrutar de sus gustos y preferencias. Se podría decir que era una mujer feliz y dichosa, amante de la vida y de los sueños.




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